La tía Helen era la pesadilla de Carol ¿Y cómo no? De solo imaginar a una pequeña de doce años obligada a pasar tiempo con esa mujer da nauseas… creo que debo empezar otra vez.

La tía Helen era una señora de unos 400 o 500 kilos, no exagero. Era una masa de grasa y piel confinada a la cama de su recámara, en un segundo piso, de donde un día, sin que nadie se diera cuenta, no se volvió a parar nunca. Ya pasaba los cincuenta años de edad, nunca tuvo hijos y su esposo murió de algo, Carol no supo nunca de qué murió.

Lo que sí sabía Carol era que la mujer había caído en una depresión inmensa, donde devoraba dos cosas: comida y novelas de vampiros. Se quedó en la cama engullendo pizza, hamburguesas, burritos y papas fritas, refrescos y bebidas energéticas. Leía una novela tras otra sin parar. De alguna manera la situación se salió de control y la familia no pudo evitar que el peso de Helen aumentara al grado de que no podía ponerse de pie, y mucho menos salir de su habitación. La mujer quedó confinada al segundo piso, donde se fueron acumulando libros y envolturas de caramelos.

Creo importante aclarar que con “familia” me refiero a la mamá de Carol pues, en sí, era la única pariente que tenía. Se le contrató una enfermera, pero cada tres o cuatro días la madre de Carol iba a visitarla, y claro, llevaba a su hija de doce con ella. La obligaba a darle un beso en su grande, grasosa y sudorosa mejilla, y se quedaban una o dos horas en la habitación hablando con la mujer morsa, que olía a comida podrida, a sudor y algunos otros gases… a lo que huele una persona que rara vez se baña y no puede cagar en donde todos lo hacen.

La señora morsa, cómo le decía Carol, vivía de la pensión que el tío Manuel le había dejado: le era fácil conseguir lectura, tal vez eso era lo único que a Carol le gustaba de ir a ese lugar. La colección inmensa de libros que Helen tenía en su habitación. La mujer no permitía sacar ni uno solo: gritaba, lloraba, se ponía roja y dejaba de respirar… eso era peligroso con sus dos pre infartos a cuestas.

Pero Carol leía una y otra vez los títulos de los libros, alguna vez quiso abrir uno y leerlo, pero Helen le había gritado— Ni se te ocurra tocarlo con tus dedos llenos de mugre.

La mirada instructiva de su madre hizo que se tragara el “¿Qué no te hueles?” que estuvo a nada de soltarle.

Por alguna razón, los padres de Carol consideraban que gastar en libros era absurdo, por eso los títulos se quedaban en el deseo: Drácula, El vampiro, Carmilla, algo llamado Crónicas Vampíricas, y otras tantas historias apiladas en la esquina. En alguna ocasión Carol había contado sesenta y siete libros y cada que iban había uno o dos más.

La mujer se había apegado tanto a los libros, como si fueran un hijo o un amante. La tía Helen sudaba incluso cuando tenía que dar vuelta a la hoja, un sudor manchado por la mugre y la grasa de su piel ¿Por qué no podía tomar uno y salir corriendo? Jamás la atraparía… ah, sí, su madre. La madre de Carol la castigaría o algo peor, le haría pedir perdón a la morsa.

—¿Por qué no puedo tomar uno? — Le había preguntado alguna vez.

—Tú ni has de saber leer—Le soltó la morsa—Esos libros son míos, de nadie más.

—Obvio sé leer, y ya sé que son tuyos, te lo regreso la próxima vez que venga—Había replicado Carol.

—¡Qué no! Niña malcriada y necia. ¡Ya te dije que no! — gritaba la morsa desde su cama, agitando esas bolsas gelatinosas que llamaba brazos.

Las pesadillas de Carol eran casi la misma: la tía Helen queriendo comerla por haber tomado sus preciados libros.

Es de entenderlo, tras la pérdida de su esposo y sin la oportunidad de tener hijos, era obvio que la mujer se iba a volver dependiente de lo único que le daba algo qué sentir, que la distrajera de su dolor, para ti será el novio golpeador o el trabajo de mierda que tienes, pero para Helen fue la comida y los vampiros. Pero esto no lo iba a entender una pequeña con curiosidad y ganas de leer.

Fue una tarde de diciembre, un día antes de navidad, cuando todo pasó. Mucho más simple de lo que esperarías—Hijita, no seas mala. Tráeme una bolsa de papas, un refresco de tres litros, cuatro hotdogs, un bote de queso derretido, un pastel de chocolate y un litro de helado de fresa. Por favor, antes de que me dejes aquí sola en navidad y te vayas con la familia de tu esposo—Le había dicho Helen a la madre de Carol.

Y si de por si la madre de Carol ya se sentía culpable por la situación de su tía, ella accedió. Dejó a Carol a solas por primera vez en esa casa y se fue al supermercado. Después diría que no veía algún peligro de dejar a una puberta con una señora que no se podía parar.

Pues bueno ¿Qué podía pasar mal? …

—Quédate ahí sentada. No te quiero corriendo por mi casa.

—¿Por qué me tratas tan mal?

—¿De qué hablas?

—Siempre me gritas y me prohíbes ver los libros ¿Qué te hice?

—Nacer.

—¿Cómo que nacer?

—No lo entenderías. Eres estúpida como tu padre.

—No hables así de mi papá.

—Ni siquiera sabes de quién hablo.

—Dijiste que de mi papá.

—Olvídalo, niña estúpida.

En ese momento Carol tuvo el vaso derramado… o como se diga el dicho. Al final, llena de enojo, de decisión y de falta de razonamiento, la pequeña se puso de pie. Caminó a la pila de libros y tomó uno sobre una entrevista— ¿Qué haces? Deja eso —le gritó Helen molesta. Carol no respondió y comenzó a leer en voz alta. La furia de la mujer se elevó al máximo, sus ojos se llenaron de rabia y sangre, el rojo inundó su piel. No dejaba de gritar, pero Carol ya no sabía qué era lo que gritaba, se concentraba en leer.

La tía Helen intentó lo que, en doce años, aproximadamente, no había hecho… intentó levantarse. Carol tardó unos cinco segundos en darse cuenta que la morsa ya no gritaba, al mirar hacía la cama se encontró con una mujer con medio cuerpo fuera de la cama, boca arriba, boca abierta, con una espuma blanca escurriendo, con los ojos abiertos inyectados en sangre mirándola fijamente, pero sin parpadear, sin luz, sin vida.

La madre encontró a Carol en la esquina de los libros, afónica de tanto gritar y mirando a los ojos a su tía, la morsa.

La terapia fue más cara que la colección de libros, que al final heredó la niña, pero lo entendieron los padres de Carol demasiado tarde… bueno, de esta breve historia ¿Qué aprendiste? Bien, bien, no vuelvas a tocar mis libros y, por favor, cómete el brócoli.


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