¿Por qué el amor tiene que dar tanto miedo? Me pregunto mientras miro por la ventana hacia la calle. No logro ver a nadie. No está ahí. Llevo 12 horas encerrada con temor de topármela en la calle. Llevo 12 horas bebiendo para calmar los nervios y esto parece que no terminará pronto. Los mensajes siguen llegando. Todavía tengo la herida en el labio y el moretón en el ojo.
La conocí en un festival de teatro. Es curioso cómo huimos pensando que, en ese escape, otros ambientes, otras personas, podrían ser la solución que necesitamos para cambiar la realidad de la que nos escondemos. Fui buscando a un fantasma y la encontré a ella. Una grulla de origami apartaba mi lugar todas las tardes. Me sentaba sin saber dónde estaba ella de entre todo el público. Al final de la función, aparecía. Así fue durante una semana, mientras el teatro nos unía. Era bueno, era lindo o así quise creerlo.
Los mensajes de buenos días, las salidas improvisadas por la ciudad, las citas al teatro y las grullas de origami como regalos repentinos fueron mi estabilidad por un tiempo. Estaba bien, pero hay demonios que no nos dejan tan tranquilamente.
Lo arruiné, lo sé, pero ¿hacía falta pagar tanto por mi error? Ya sé, le dije que estaría ahí para ella, sólo para ella, pero una llamada bastó para correr en busca del fantasma que me atormentaba. La dejé, con el fin de semana para nosotras, con los te quiero en la piel y esas promesas de enamorados. ¿Quién pensaría que, al salir tras esa puerta, en busca de un nombre muerto, dejaba, con ella, mi tranquilidad mental? No puedo explicarlo claramente, hay nombres que es mejor no volver a nombrarlos.
El fantasma, como otras tantas veces, se fue y me quedé con la culpa y el arrepentimiento. Regresé como un perro perdido, arrepentida, buscando las sobras de un amor que yo misma destruí. En ella había odio, dolor y mucha rabia acumulada. Me aceptó de vuelta, pero con nuevas condiciones. Los mensajes de buenos días desaparecieron y a cambio conseguí un collar, una cadena, grilletes y dolor que en un punto llegó a ser placentero. En mi mente estaba claro: era el pago por mi error.
—Te lo mereces, no hay otra manera de tratar a una persona como tú —decía mientras “hacíamos el amor”. Jalaba la cadena, una bofetada. Era un contrato que había aceptado.
—No me eres útil más que para esto — Se reía de mí, mientras sus manos me ahogaban, mientras todo mi dolor y mi miedo la excitaban. — Cariño, déjame ver esa mirada de odio que me encanta. —Moretones en las muñecas, besos con sangre, mordidas, grilletes, humillación, dolor, placer y culpa. Jugaba con mi arrepentimiento. Creí todo lo que me dijo. No merecía algo mejor que eso. Me resigné a mi realidad, me lo merecía, me repetía, para soportar.
Y en un intento de escape, de ponerle un alto a esta locura dejé de buscarla. Los mensajes no se hicieron esperar, las publicaciones en Facebook, las llamadas, las amenazas y cuando creí que había terminado, dos tipos me estaban esperando. Dijeron su nombre, que dejara de molestarla. Cerré los ojos al ver el puño directo a mi cara. “Déjala tranquila”, mientras una patada me dejaba tirada en el pavimento. Fui incapaz de defenderme. Esto era el resultado de mis malas decisiones. Era mi culpa como lo fue el caos en la universidad, como fue mi ruptura, como fue el fracaso.
El mensaje de ella lo confirmaba todo: “El amor duele, cariño y yo te amo mucho”.
Estoy en mi departamento encerrada. Mis contactos reciben mensajes de ella. Quiere saber dónde me oculto. El teléfono sigue sonando de números que no conozco.
—Da la cara, me lo debes…
La resignación de algo de lo que no puedo huir. Abro la puerta a la calle, algo pequeño cae al suelo, es una pequeña grulla de origami.