El niño de mi infancia

¿Perdón? Sí, dame otra, pero que sea doble. Gracias, que lindo, me arreglé para una boda. De mi hermana. No te preocupes, todo está bien, sólo que no pude entrar a la iglesia. Sí, esa, la que está justo frente al bar, de hecho, se está celebrando la misa ahora. No quieres saber por qué no entré, además es una historia complicada y tienes que atender el lugar. ¿Estás seguro? Muy bien, te contaré, de todas formas, creo que necesito sacarlo de mi pecho o va a salir de otro modo.

Nací en esta pequeña ciudad, mis padres vivían a unas cuadras de aquí. Mi hermana nació tres años después. Yo era una niña tremenda, traviesa y no me quedaba quieta, según me cuentan. Durante un tiempo siempre fuimos los cuatro: papá, mamá, Erika y yo. Dice mi madre que me había puesto muy celosa al dejar de ser la hija única, “algo normal”, decían.

Sigue leyendo El niño de mi infancia
Anuncio publicitario

Ted Bundy me hace buena persona

En 1986 John E. Douglas publicó su libro “Manual de Clasificación Criminal” y con eso haría oficial, desde una de las agencias de investigación más relevantes de la historia (el FBI), el término “Asesino Serial”. Usó este concepto para describir a una o más personas que matan de manera deliberada a un mínimo de tres personas en un plazo corto de tiempo, con una forma de operar en común y con la intención de conseguir gratificación psicológica de algún tipo.

A partir de ese instante, el mundo pudo asignar en un grupo a personajes como Ed Kemper, Charles Manson, Ted Bundy, entre otros seres que habían cometido actos tan infames que eran dignos de ser separados del termino “los normales”, pero con esta división, este momento asignado, vino algo que a muchos ha generado confusión: la gente comenzó a admirarlos.

Sigue leyendo Ted Bundy me hace buena persona

El terror del ego

Ayúdame imaginando lo siguiente: hace muchísimos años, en el inicio de la humanidad, un hombre, tal vez anterior al Homo Sapiens, vio salir del cielo nocturno una luz semejante a una serpiente, por cómo se movía, pero también a un árbol por sus ramificaciones; la vio surgir y desaparecer. Unos segundos después escuchó un rugido estridente, rompiendo la noche por completo, se asustó. Sin duda pensó que estaban relacionados, pero no entendía que estaba viendo ni escuchando. ¿Era algo vivo que gritaba al desaparecer? ¿Qué clase de ser vivo brilla de esa forma? ¿Por qué su rugido era tan potente, como ningún otro que conocía? ¿Era, acaso, un ser más allá de él? ¿Un ser por encima del león o de un águila y del humano? ¿Lo que había visto era un dios?

Sigue leyendo El terror del ego

Anna

Tras la puerta colgaba el cuadro de Anna. Ángel se encontraba de pie frente a la habitación, a un paso de la entrada. Miraba la perilla plateada fijamente mientras su mano temblaba sin que se diera cuenta. A pesar de que llevaba una semana durmiendo en la sala, no se había atrevido a mirar esa puerta, mucho menos a abrirla. Pero ahora estaba ahí, debatiendo si entrar o no, si volver a ver el cuadro o mudarme de departamento esa misma tarde.

Del otro lado de la puerta blanca estaba la habitación principal y el cuadro de acrílico colgado frente a la cama, lo había comenzado a pintar justo cuando volvió del crematorio. Se había encerrado en el cuarto, recordando aquel beso frío y sin respuesta que le dio a su esposa mientras aún estaba en el féretro. Recordó las miradas ahogadas en lastima, hipócritas en su mayoría, mientras se retiraba a la calle a fumar.

Sigue leyendo Anna

Saber Amar

¿Amor? ¿Qué es el amor? Ninguna pregunta me había causado tanto conflicto como esa. Cuando Yermein me la hizo trataba de ayudarme, lo sé, pero en realidad me había hecho caer en una espiral de pensamientos analíticos que no me llevaban a ningún lado.

Lo primero que se me vino a la mente, y me imagino que no soy el único, es que el amor es tener a alguien, pero no tardé mucho en darme cuenta que estaba en un error. Recuerdo que a Sofía la tuve y eso no había bastado. Ella había sido el primer amor en mi vida, o eso creí. La tuve. La tenía en una habitación a la que iba todo el tiempo que podía. Pero ella no dejaba de quejarse y de gritar, de llorar y de resistirse. Fue por eso que sabía que el amor no era tener a alguien. Sofía no parecía ser feliz ni parecía estar enamorada, y eso no te lo quería hacer a ti, no te quería ver sufrir, pues el llanto deformaría ese rostro tan hermoso, tal y como pasó con Sofía, que dejó de ser bella. Gran parte de su virtud era su sonrisa, como la tuya.

Sigue leyendo Saber Amar