El tiempo de los perros

Álvaro Sánchez

Sobre piedras dispuestas como altares, lo cuerpos estaban atados y clavados. No había manera de saber cuánto tiempo llevaban ahí, pero el olor fétido se podía sentir a varios kilómetros de distancia. Pese a ello, solo él conocía el camino para llegar a ese templo profano. Poco importaba si el olor nauseabundo se sentía o no.

La escena de los dos cuerpos era la de pedazos de carne abandonados en un viejo rastro. Él se tomó el tiempo para observar lo que hicieron sus propias manos. Las puso frente a sus ojos, y las vio bañadas de muchas tonalidades rojas. Unas manchas estaban secas, otras aún frescas. Acomodó pedazos de carne alrededor de los cuerpos a manera de decoración. Imitaba a los chefs de la televisión.

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Sólo una madre perdona

Andrei Lecona Rodríguez

Con mucho trabajo, a causa de las quemaduras en su mano, Julia mezclaba el arsénico con el chocolate mientras observaba la tarjeta que su hijo Carlos le había dado. Sintiéndose completamente derrotada, pensaba en la larga lista de supuestos especialistas que habían examinado a su hijo a lo largo de los años.

—Carlos está enfermo, doctor. Hay algo terriblemente mal con mi hijo. —había dicho Julia a incontables pediatras, psicólogos y psiquiatras infantiles.

Pero Carlos cada día empeoraba un poco más y nadie había podido ayudarle. Los médicos ni siquiera habían sido capaces de detectar algún padecimiento. Después de conversar un largo rato con el niño, el último psiquiatra incluso sugirió la posibilidad de medicar a su madre tras sospechar que sufría de un incipiente brote psicótico por estrés.

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Elizabeth

Anderson Muchari

Da la medianoche, en mis manos un crucifijo carmín,
Abandonado a toda la pena del engaño que urdieron en tu dolor,
maldigo: ¡malditos los hombres que luchan por el amor!
¡Negros los días que lucho por quitarte la condena eterna!

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