Álvaro Sánchez
Sobre piedras dispuestas como altares, lo cuerpos estaban atados y clavados. No había manera de saber cuánto tiempo llevaban ahí, pero el olor fétido se podía sentir a varios kilómetros de distancia. Pese a ello, solo él conocía el camino para llegar a ese templo profano. Poco importaba si el olor nauseabundo se sentía o no.
La escena de los dos cuerpos era la de pedazos de carne abandonados en un viejo rastro. Él se tomó el tiempo para observar lo que hicieron sus propias manos. Las puso frente a sus ojos, y las vio bañadas de muchas tonalidades rojas. Unas manchas estaban secas, otras aún frescas. Acomodó pedazos de carne alrededor de los cuerpos a manera de decoración. Imitaba a los chefs de la televisión.
Sigue leyendo El tiempo de los perros