Laura Bloem
Desde que se privatizó la Suprema Corte, este negocio ha sufrido muchos cambios. Mientras algunos se desgarraban las vestiduras por dejar en manos de particulares la impartición de justicia, otros vimos la oportunidad de hacer negocio. Cientos de agencias de investigadores y justicieros se abrieron por todo el país, el hervidero de justicia se extendió como marabunta. Tuvimos el honor de hacer justicia de manera exprés aquellos asuntos que llevaban años empolvados en los juzgados. Algunas víctimas inclusive, llevaron los juicios hasta los panteones para tener el cierre de su duelo, allí se dictaminaba que fulanito o perenganita eran culpables y se cerraban los casos. Claro que también hubo errores, uso de poder excesivo, venganzas infantiles que acabaron con la libertad y vida de algunos, pero en el modelo anterior, también existían esos vicios. De las agencias que sobrevivió ésta la mía, durante estos veinte años nos hemos enfocado en actualizarnos, ya que la maldad también busca su curso, como las aguas del caño que recorren las tripas de la ciudad. En este oficio, uno no es precisamente monedita de oro, por eso nos mudamos a un sitio más privado, allá en Valle de Bravo.
Todo esto me explicó Hernán. Las manos sudorosas, sobre sus pantalones de mezclilla rotos, no dejaban de moverse. Cuarenta y cinco años y diversos tics nerviosos lo gobernaban, rodillas temblorosas y crujidos poco benevolentes de su nuca. Proseguí con la entrevista.
─ ¿Por qué no pediste a alguien de tu equipo que investigara lo que estaba pasando? Eso hubiera sido lo más inteligente.
─Pues creí que podría ser alguno de ellos. La cosa empezó cuando estaba en la alcoba con mi mujer, estábamos, tú sabes, en lo nuestro, cuando me pidió que parara. Sentía que alguien nos miraba. Me paré en chinga, la puerta entreabierta se cerró de golpe. Así, en pelotas, bajé corriendo y busqué por la casa, pero no había nadie. El sistema de seguridad no se había activado. Pensarás que fue algo infantil, pero a partir de ahí, le jugué un par de bromas a Raquel. Miraba un punto fijo a un lado de su rostro, y le hacía una señal con la mano de que guardará silencio. Después de ver su cara de susto, me burlaba de ella. Por supuesto que no le gustaba, pero era una forma que tenemos de llevar nuestra relación.
A los pocos días, estando también en nuestro encuentro romántico, me dijo de nuevo que parara, que había alguien mirándonos, busqué de reojo y la puerta estaba cerrada, las cortinas cerradas, solo el closet un poco abierto, la idea de ser observados me bajó los ánimos. Ya estábamos paranoicos. No era la primera vez que nos pasaba, ya que mi oficio siempre atrae enemigos. Familiares que no pueden creer que sus hijos o hermanos sean una basura, y buscan amedrentarnos lanzando una piedra a la casa, o ponchando alguna llanta de los coches.
El cinco de octubre, todo cobró más fuerza. Al levantarme y darme una ducha, procedí a rasurarme, el vapor del espejo había revelado huellas de manos sucias, pensé en limpiarlas para no molestar a Raquel. Un gritó me sacó casi el alma del cuerpo, Raquel había encontrado también huellas de manos en diversas ventanas de la casa. Las cámaras de seguridad en ese momento solo vigilaban la parte externa de la casa, puertas, el jardín y el portón, de lo cual no se mostró ninguna actividad extraña. La casa no es tan grande como para que alguien se esconda, sin embargo, busqué pistas hasta en la covacha donde guardamos las cosas viejas, el cuarto de niños, que nunca fue ocupado, el cuarto de visitas que era a la vez el estudio de Raquel, nada.
El diez de octubre un grito me despertó, mi nombre claramente fue pronunciado, “Hernán”, escuché de una voz gutural. Desperté a Raquel, pero ella no escuchó nada. Sus ojos brillantes mostraban miedo. Fue una pesadilla, me tranquilicé, pero yo no estaba seguro de ello.
Raquel comenzó a asociar este fenómeno con energías negativas, permití más por ella que por mí que echara agua bendita en toda la casa.
Recordé a un santero que habíamos agarrado por un delito menor y se me ocurrió visitarlo para contarle. “Siento que alguien nos espía, nos deja mensajes de su presencia en la casa”, le conté. Me dijo algo que no me ayudó para nada, “El mayor stalker es Dios, que todo lo mira. Pero en tu caso, si me preguntas a mí, es ELEGBARA”. Mi cara de confusión se volvió de miedo cuando el santero agregó, “El Diablo, pendejo”. Me convencí de que el Santero quería vengarse porque tal vez fuimos un poco rudos con él cuando lo aprendimos.
El quince de octubre, cuando todavía había un mal sabor de boca, pero la cosa empezaba a alejarse de mi mente, me llegaron al correo fotos de mi mismo, desde mi cuenta. Eran fotos ocasionales, no posadas. Comprendí que esto iba en serio. Repasé los casos que pudieron considerarse de alto riesgo y que quizá me dieran la respuesta del culpable, miré con sospecha a mis colegas. No tenía amantes, por lo que esa idea se me descartó de inmediato. ¿Algún amante de Raquel? La sola imagen me causó repulsión. Un caldo absurdo de hipótesis se apoderó de mi mente. En la cafetería, en el súper, en los semáforos, sentía que el maldito me seguía los pasos, se burlaba de mí. Relegué mis casos a mis colegas, sentía que así podría desprenderme del acosador.
Esa mañana, del día que todo salió a la luz, hacía mucho frío. Raquel y yo tomábamos una taza de chocolate caliente. Todo pasó muy rápido. Cuando vi la figura encapuchada asomarse por la ventana, perdí la cabeza. Salí como loco y capturé al maldito, sentí una figura muy frágil debajo de mí, su cabeza se había golpeado contra los maceteros y mis manos lo tundieron a golpes. Raquel salió y sus gritos me regresaron a la realidad. Don Fernando había quedado de ir a hacer jardinería, su cuerpo desesperado por sobrevivir yacía a mi lado. Mi confusión se incrementaba. Mi agitación y llanto no me dejaban entender a mi esposa. “Era yo, Hernán, todo era una maldita broma, ¿Qué has hecho? Estás loco”.
─Hernán, el proceso exprés ha sido concluido con esta declaración. Siendo culpable, tu sentencia será dictada el próximo…