Empezó como una amistad, así empiezan todas las historias, ¿no? La amistad se volvió en atracción y la atracción en enamoramiento. El enamoramiento evolucionó en una relación formal que después de varios años (muchos, en opinión de algunos) esa historia tuvo su fin. Nada que no se viera venir.
“Sigamos siendo amigos” dije con la certeza de una madurez que al final terminó siendo inexistente. “Me parece bien” respondió él bajo una sonrisa que ocultaba mucho más de lo que se dejaba ver.
Conocí a alguien más. Un chico lindo de nombre Matías quien me hacía reír como hacía mucho tiempo no lo hacía y a quien después de mi ruptura empecé a frecuentar más.
Ni Matías ni yo éramos ni somos de esas personas cuyas vidas encuentras en una red social, presumiendo con quién sale, a dónde fueron, en dónde comieron, por lo que las fotos en nuestras redes eran casi inexistentes. Hasta ese punto, la relación de coqueteo que existía entre los dos, si bien no era un secreto, tampoco era parte del top ten en las redes. Me gusta pensar que las personas que sabían de lo “nuestro” eran las personas que merecían saberlo.
Recuerdo que la primera alerta sonó cuando le comenté a mi ya ex que ese fin de semana no iría a su ciudad natal (donde mis padre también tiene una casa) por lo que el café que habíamos acordado tendría que esperar. La semana pasó con normalidad entre risas provocadas por Matías y mensajes “para saber cómo estaba” de mi ex. Llegó el sábado, el día en que se habría concretado la cita de no ser por mi cambio de planes cuando el timbre de la casa sonó. Pensando que se trataba de algún paquete fui a abrir aún con pantuflas y pijama, pero la calle se encontraba completamente sola. “Cosa rara” pensé pero no le di mayor importancia, tal vez sólo se había tratado de una broma infantil. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando, poco tiempo después, me enteré que había sido mi ex quien había tocado la puerta para comprobar si en verdad se habían cancelado los planes para ir a su ciudad.
Los mensajes, continuaban todo el tiempo, sobre todo cuando Matías y yo acordábamos vernos para ir al cine o a alguna exposición y pasaron de los “hola” a los “¿Por qué no me respondes?”
Cuando aquellos mensajes relucían en la pantalla de mi celular se sentía como un corte profundo a mi felicidad. Por un lado, Matías me hacía sentir que todo estaba bien con su voz calmada, su mirada serena y sus chistes malos que me hacían reír por horas, pero en medio de esa calma, un remordimiento combinado de miedo y angustia se atravesaban no solo en mi risa, sino en mi mente, en mi corazón, incluso en mi postura: de estar derecha y con una linda sonrisa, pasaba a encorvarme, cruzar los brazos y mirar hacia otro lado.
A los pocos meses del final de esa relación, mucho se hablaba de la película Roma y de la gran diferencia que hacía el verla en una pantalla grande a verla en tu televisión. Conseguí boletos para verla en un cine de la UNAM y al saber que Matías era un cinéfilo de corazón, lo invité. Sin duda, esa fue una gran cita, al menos para mí.
Matías, en el programa de televisión en el que trabajaba en la sección de cine comentó: “Tuve la suerte de ver esta película en un cine de la UNAM y la película bla bla bla….” No hubo fotos, no habló de mí ni de la cita. Toda su participación fue exclusivamente sobre la película y el efecto de verla en pantalla grande. Al finalizar el programa sonó mi celular y casi por instinto lo deslicé hacia la derecha para contestar.
Aún recuerdo pasar del sentimiento de felicidad, orgullo y vanidad por haberle conseguido el boleto a Matías, a sentir las manos heladas y el estómago revuelto. La voz al otro lado del teléfono era de mi ex reclamándome por haber ido a ver esa película con Matías. Terminé la llamada y en seguida revisé los perfiles, tal vez él había subido algo en relación a nuestra cita, pero no había ni foto, ni mención del lugar o compañía. Hasta el día de hoy para mi sigue siendo una gran incógnita el cómo supo que fue conmigo y como supo que yo lo había invitado.
Los mensajes diarios con frases como “seguramente piensas que soy un stalker”, “no quiero controlar tu vida” o “ya sé que a ti te vale que esté sufriendo” eran cadenas que me seguían atando a una relación fantasma, una relación que ya no existía y aún así me impedía empezar de nuevo con alguien.
Llegó la navidad. En el trabajo de Matías organizaron un intercambio y su jefa me invitó. Como era un programa de televisión, hicieron un “en vivo” en donde mi ex, a aparte de mandar solicitud de amistad a todo el equipo, durante la transmisión comentó “los odio a todos” y por un momento se robó la calma y la alegría que da ese espíritu navideño. Sus mensajes, su voz, me atormentaron por un buen rato, sentí vergüenza de tener que decirle a aquellos chicos a los cuales apenas conocía (salvo por uno o dos) que por favor no lo agregaran y al decirlo me percibía a mí misma como una loca paranoica.
Lo llegué a bloquear del celular, pero siempre encontraba una nueva manera de mandar mensajes, ya fuera del celular de algún familiar o amigo para reclamar el porqué lo había bloqueado. De las redes sociales, a pesar que no había mucho por revisar, ni se diga. Las redes de Matías no se salvaron, tan así que ahora bromeamos con que durante algún tiempo “fueron amiguitos en las redes sociales”.
Cada mensaje, cada llamada se sentía como una bomba en el estómago. Una bomba de miedo y chantaje emocional… de reclamos porque alguien más me había hecho reír, de reclamos por seguir con mi vida y no estar de duelo por una relación muerta. Reclamos por ser feliz y no ser empática con su sufrimiento.
Por mi bien mental, decidí bloquearlo de todos lados y si me llegaba a mandar mensaje de un nuevo número, lo volvía a bloquear. Las pesadillas continuaron, pesadillas en donde él me perseguía, me cazaba, me forzaba a quedarme con él, y yo sólo podía pedir ayuda sin que nadie llegara.
Empecé a tomar terapia, Matías y yo finalmente formalizamos la relación, las pesadillas han desaparecido casi por completo, y aún así sé que él leerá esto.
Hello, Stalker.