Dilsia Pavón Hernández
Bostezando después de haber comido un buen lomo de cerdo con piña, acariciando sus piernas morenas sobre la falda, tomó la decisión de asearse largamente en agua caliente y perfumada.
Mamá Chonita siempre decía que bañarse después de comer le provocaría reflujo o dolor de estómago. Recordó con cariño a su anciana madre y su gran sabiduría heredada del trabajo como partera del pueblo. Esa había sido su herencia para Elodia, la hija mayor de once hermanos. La enseñanza del cómo ser una buena partera.
En un pueblo, las tradiciones son algo de respeto. Usos y costumbres que contienen resabios de pactos ancestrales, tan fuertes como los lazos de sangre. La joven Elodia, estaba destinada a ser la nueva matriarca de la familia López.
Eso sucedió mucho tiempo atrás, antes de que Agustín “el hijo de don Damián” la preñara con pasión aquel lejano octubre entre los cañaverales de Veracruz. Con un hijo a cuestas, su futuro era incierto y sombrío. Siendo madre sin marido en aquel pueblo, sólo podía esperar una vida miserable aunado al desprecio de los suyos. Aquel amante la había rechazado argumentando que “él no podría ser el padre”, pues ella como mujer ya no tenía valor después de acostarse con él. Ese hombre llegó a tal conclusión por el simple hecho de que cuando tuvieron intimidad, la muchacha no sangró ni tantito .Por eso no la consideró virgen aunque para ella había sido su primera relación íntima. Además se le había entregado como una cualquiera del camino.
Elodia, furiosa y herida en su amor propio, decidió largarse lejos de las murmuraciones de la gente, antes de que su embarazo fuera más notorio. Tomó los pocos ahorros con los que contaba y se fue a la Ciudad.
No pasaron más de dos días en los que pernoctó fuera de la Terminal de Autobuses, cuando una mujer se interesó por sus servicios de “criada”. A leguas se notaba recién llegada de algún pueblo. Le ofreció trabajo como afanadora doméstica en su casa particular. Elodia aceptó. Cuando el embarazo estuvo avanzado y era evidente el estado en que se encontraba , su patrona le dio a escoger: se iba a vivir a otro lado o tiraba al chamaco. Ni siquiera lo pensó .El fin de semana preparó aquel bebedizo llamado zopaxtle. Ese menjurje aromático y salvador que contenía bastante epazote, ruda, barbasco, canela y chocolate de tableta. Se colocó de espaldas en la cama y se introdujo algunas tabletas de permanganato que había conseguido de manos de otra sirvienta, la cual trabajaba para una enfermera en una casa vecina. Elodia trataba de relajarse pensado en que se bañaría en la enorme tina metálica que la patrona le había conseguido y con sus dedos las empujó lo más profundo que pudo. Tomó el bebedizo en sorbos pequeños mientras se bañaba con el té de las doce hierbas calientes sentándose en el agua casi hirviendo. Poco a poco sintió cómo de sus entrañas se desprendía aquel coágulo viscoso que se deslizaba satisfactoriamente por su entrepierna. La sangre impregnó toda la tina donde se encontraba .Al cabo de unas horas acostada en su cama, seguía algo temblorosa. No lloró en ningún momento, solo estaba muy cansada. Se envolvió entre las cobijas y se dispuso a dormir. A la mañana siguiente en la superficie de aquel caldo sanguinolento, flotaba aquel pellejo informe que ahora ya no tenía ningún rescoldo de vida. Con calma, muy despacio tiró poco a poco el agua por el desagüe y se sintió aliviada.
Su patrona, “doña Ana de Olvera”, estaba asombrada del cómo una muchacha sin estudios había obrado el milagro de arreglar su vida y estar en perfectas condiciones al día siguiente. Al preguntarle cómo lo hacía, Elodia le explicó que no sólo en las escuelas se enseña. En el monte también se aprenden cosas útiles: eso de saber traer vida al mundo y de cómo detenerla también.
Ya en confianza , la Señora le ofreció una cantidad de dinero considerable si ayudaba a su sobrina Catalina. La joven se casaría el próximo verano y tenía una pequeña complicación como la que Elodia había solucionado de manera tan exitosa y discreta.
No lo pensó mucho y aceptó aquella propuesta . Ese fue el principio de una boyante carrera como “espantacigueñas” al interior de los círculos de la gente con buena posición económica de la ciudad. Su nombre se asociaba a la mujer bendita y discreta que protegía la reputación de “las niñas bien” que de pronto tenían un desliz amoroso.
Elodia pasó de ser una mujer pobre, sin el apoyo de un hombre, a una mujer pudiente que se permitía la compañía masculina de quien deseara. Para eso servía el dinero. Disfrutaba de su labor, aunque a veces las clientas llegaban al borde del alumbramiento. Con más de ocho meses .Para Elodia eso significaba más trabajo, pues sólo había dos soluciones: llegar a término o presionar la cabeza, meterle cuchillo y cortarlo aún adentro. Las clientas no deseaban saber esos detalles y preferían tener la conciencia tranquila. Muchas veces le dejaron esos productos no deseados con apenas unas horas de vida. Elodia los ofertaba a la venta, si había quien quisiera quedárselos o no, ella como buena empresaria nunca perdía.
En su casa, ubicada en uno de los mejores barrios de la ciudad, vivían varios hombres que a parte de ser sus amantes eran socios incondicionales en esta pequeña empresa de la muerte. Elodia no pudo evitar sonreír recordando cómo al principio de todo aquello, vió a más de un hombre vomitar o llorar cuando les daba la indicación de que la mercancía no vendida tendría que ser eliminada. Ella personalmente los dejaba sin alimento o les daba comida en mal estado, otras ocasiones los mojaba con agua helada para después dejarlos a la intemperie y que la naturaleza hiciera lo suyo. No habia necesidad de hacer nada. Sólo ver cómo se apagaban gradualmente su llanto de gatitos llorones.
A Elodia le encantaba bañarse. En el pueblo lo hacía con agua fría del río, duchándose como un animal, pero desde que llegó a la ciudad y pudo darse aquel baño caliente en la casa de la patrona, se prometió que jamás se privaría de esa deliciosa agüita caliente para su aseo.
Le gustaban los baños tradicionales con el agua calentada por leña y no por gas, esa agua era más pura y en sus creencias eso le permitía conservar la lozanía de su piel morena.
A menudo pensaba cómo aprovechar al máximo lo que la vida ponía a su alcance. Una de estas ideas llegó una tarde en diciembre en el que “la mercancía finalmente había dejado de llorar” y sus hombres pretendían ocultar aquellos pequeños despojos dentro de una zanja cavada entre los árboles del jardín. Elodia como buena empresaria no desperdiciaba nada. No los enterraría para que comieran de a gratis los gusanos. En lugar de eso, mandó a los hombres a que metieran todos aquellos pedazos junto a algunos trozos de leña para avivar el calentador del agua.
Así, el agua con la que se bañaba al finalizar el día siempre estaba rica, calientita y con muy buena temperatura.