Entre los arces

Eduardo Antonio López

Hace veinte años que vivo acá. Desde que cobré el retroactivo de la jubilación, en aquel momento, un montón de plata. Así me construí –je, no moví ni un dedo– esa pre-moldeada alpina que ni se ve desde la ruta. Colores austeros por dentro y por fuera. Marrón que imita la madera, el techo de tejas rojas. La muchachada trabajó bien, para qué negarlo. Incluso me engancharon del poste lejano que sostiene el cablerío de la luz; teniéndola gratis no me privo de electrodomésticos, salvo la televisión y la radio que no me interesa tener.

Mis comidas son livianas, mucha fruta, mucha verdura, mucha agua. Voy al pueblo, San Filippo se llama, que no me queda tan cerca como para ir diariamente, ni tan lejos como para no ir nunca.

Varias veces me acerco al pueblo. Una para cobrar la jubilación y pasar por el correo, otra para ir a la farmacia y al mercado. Estos alimentos me los traen un día después, hasta donde está el poste de luz conmigo esperando. Y una más, para ir al boliche y agarrarme una curda que para qué les voy a contar. Siempre alguien me arrima ¿a dónde va a ser? hasta el susodicho poste, obvio. En ninguna ocasión aprovecharon para robarme.

Me dicen “el ermitaño”, “el ogro del bosque”, seguramente otras cosas peores que no me preocupo en averiguar ¿para qué?

Hoy esta rutina se me altera. Volviendo del pueblo, es la fecha de cobro y correo –a decir verdad hace rato que no recibo cartas que respondan a las mías, ay… mis hijos…–. Un día de estos voy a tener que comprar un celular. endré que viajar a Buenos Aires, si no tengo sus números, tal vez se hayan mudado, bah… para qué adelantarme, si no resuelvo nada… Además estoy dispersándome de lo que en realidad quiero contar.

La vi desde no muy lejos bajar del micro que para donde se le pida. ¿Dónde bajó?, en el poste mío. Me fui acercando sin alterar el ritmo de la caminata. Ella está estancada. ¿De dónde viene? ¿Qué busca? Al ir acercándome noté que titubeaba, percibí su indecisión. No se fijó en mí, se adentró entre los arces, se adentró en mi bosque.

El fin del sendero la lleva hasta mi lugar. Vestida con ropa veraniega, una mochila que no debe pesar mucho, zapatillas que adivino cómodas. Llama a mi puerta. Le respondo a sus espaldas. El sobresalto le dura poco. Un anciano canoso y de larga barba blanca, no puede hacerle mal a nadie.

Es una joven y linda muchacha. ¿De qué escapará? No se lo pregunto. Abro la puerta y la invito a pasar. Ni lerda ni perezosa, parece adueñarse de mis espacios. Tira la mochila sobre el sillón, se descalza, se quita también la gorra, sacudiéndose el cabello. Otro tanto hace con las medias cortitas. Estira los brazos, las piernas, no disimula un par de bostezos, y culmina la ceremonia volcando el contenido de la mochila sobre el piso de madera, prendiendo un cigarrillo me mira, y por fin se digna a dirigirme la palabra. Habla con voz pausada, me cuenta de dónde viene y adónde va. No le creo nada. Menciona un trabajo temporario en San Filippo. No le digo que eso sería un milagro, si el pueblito en cualquier momento deja de existir, el tren ya no llega, los pocos jóvenes que quedan, emigran. Todo es una patraña, ¿qué será lo que la hace mentir? Se me puso que se escapó de alguna parte a las apuradas.
Le cuento a grandes rasgos mi historia. Le presta menos atención que a la lluvia que comienza a caer.

Su desfachatez aumenta. Se desnuda delante de mí pretendiendo salir a empaparse. Le cierro el paso, ¿a dónde cree que va? Me va a embarrar todo el piso. Le señalo el baño, con los dos baldes de agua y el jabón blanco con que se las tiene que arreglar. No parece muy contrariada, no cierra la puerta, y como no tengo cortinas, me veo obligado a presenciar un espectáculo tan interesante como imprevisto. Antes de cerrarle la puerta, le alcanzo toalla y toallón limpios. Aprovecho a curiosear entre sus pertenencias aún desparramadas. De todo como en botica, sería mucho decir, billetera no muy gruesa, cigarrillos y otras chucherías entre las que se destaca un par de zapatos de tacón alto.

Sale del baño vestida de Eva. Caigo en la cuenta que vino con lo puesto y que lo enjabonó dejándolo en uno de los baldes. Pienso que después lo enjuagará. Le alcanzo una camisa y un pantaloncito corto. Bombacha y corpiños no tengo, ni falta que me hacen. Le agarro un cigarrillo sin pedirle permiso, hace tanto que no fumo que toso y me mareo. Ella se ríe.

Junto coraje, le digo que no me mienta más. Que desembuche todo lo que tiene adentro. Jura y recontra-jura que todo lo poco que me contó es cierto. Sigo sin creerle ni medio. Busco en la biblioteca, entre los variados libros leídos y re-leídos, una botella de whisky, se la alcanzo, ignora el vaso, la destapa y bebe un largo trago. Le correspondo. El licor, aunque bueno y tonificante, me quema la garganta. Imagino que a ella le pasará lo mismo. Las lenguas se nos van soltando.

Me dice un nombre que pronto olvido. Invento uno para mí. Enseguida la sorprendo. Le pregunto por los zapatos. Me cuenta de no sé cuál recuerdo de familia. Se levanta tambaleándose, toma el par de zapatos y los ubica en la biblioteca. Si pretende esconderlos, no lo consigue, se ven de acá a la esquina. Trastabillando, se echa en el sillón, manotea la botella y le pega otro trago, más largo que el anterior. En el aire atajo la botella que amenazó hacerse añicos contra el piso. También le pego otro trago. Me siento al lado de la muchacha, la observo de pies a cabeza. Nada particular. Una linda piba extraviada en una casita del bosque. Dejó de llover. Parece un cuento de hadas toda la escena. Se duerme, nunca abrirá los ojos. ¿Quién va a venir a buscarla? Nadie, me respondo. Tomo la pala, excavo un hoyo en medio de los otros. Pobre, ya no molesta más.


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