Receta de cocina

Miguel Diaz Barriga

A pesar de que la luna estaba cubierta por esas nubes grises que anunciaban la tormenta, adentro, en la cocina, el calor de la estufa en acción equilibraba la temperatura. La hornilla más grande no paraba de verter esas llamas azules y rojas, causa del borboteo del caldo sobre de ellas.

La olla más fina de María, pero también la más grande, llevaba ya un par de horas a fuego bajo: “la mejor estrategia para que la carne quede suave como mantequilla” se leía en la receta escrito con la letra de su abuela, “igual de importante es que sea fresca, sin importar la especia a cocinar: res, cerdo, cordero, borrego, la que sea”, y esta carne era realmente fresca.

De la olla roja y brillante brotaba el vapor que inundaba de olores el lugar. Se percibía algo de la cebolla finamente picada y frita en compañía de tres dientes de ajo, que habían recibido el mismo trato con el cuchillo. María usaba para este tipo de estofado una mezcla de mantequilla y aceite de oliva, le agregaba en ese momento un poco de romero y esperaba a que el olor llenara la cocina.

Agregaba la carne, que había salpimentado unos momentos antes, en trozos de buen tamaño. Les daba un masaje rápido para que la sal penetrara perfectamente, además que desde ese momento comenzaba a imaginar el sabor que el platillo tendría al final. Una vez sellada la carne agregaba un par de hierbas de olor y un poco de vino blanco, escogía uno de las tierras alemanas que agregaba ese sabor a campo que un buen estofado necesita.

El laurel, el tomillo y el romero se enfrentaban en el aire por acaparar la atención, aunque inútilmente, pues el vino sin problema las dejaba a un lado. Al final se unían en un solo baile de perfume y calor, perfectamente equilibrado. Y hasta que el vino perdiera todo el alcohol y dejara sólo su sabor dulce, María agregaba el caldo con tomate hasta casi cubrir por completo la olla. Dejaba espacio suficiente para, pasados unos veinte minutos, agregar las zanahorias y las papas, peladas y picadas con tanto cuidado que parecían salir del más fino restaurante francés.

Lo cierto era que María amaba la cocina, era el momento más relajante y liberador de su día. Dejaba que el fuego bajo hiciera su magia mientras iba a su habitación a arreglarse. Un buen baño relajante, una crema con olores cítricos para su piel bronceada. Había escogido un conjunto de falda y blusa blancas con detalles en rosa pastel, por ello los tacones y sus uñas quedaban a juego con ese rosado que, a parecer de ella, eran los más adecuados para la ternura de su personalidad.

Su invitado estaba ya en el comedor esperando de ella. Era ese detalle el que había hecho que tomara el tiempo necesario para lucir bonita, elegante, atractiva. Sabía que su joven rostro era por si solo atractivo, pero con un maquillaje adecuando podía resaltar las mejores partes. Procuro algo natural, no tan cargado, un peinado suelto con una diadema sencilla. María creía que los detalles estaban en lo sencillo pero elegante, además buscaba resaltar sus ojos negros, grandes y brillantes.

Volvió a la cocina, para probar la carne: suave como mantequilla. Tomó los huesos ya limpios y los tiró a la basura orgánica. Sirvió el estofado en dos platos, adornó con el perejil picado y fresco: detalle verde que le daba una vida maravillosa. Salió de la cocina con la charola y dejó el plato frente a su invitado, aquel joven bello que había conocido en la aplicación de citas en el celular. María sirvió el vino, uno reservado para los eventos especiales. Las velas ya encendidas iluminaban el comedor dando el ambiente perfecto para combinar con el jazz de fondo, que ella había puesto para alegrar la espera de su cita.

—Ups—dijo ella juguetonamente al ver el charco en el piso—Se soltó un poquito—Tomó la cuerda elástica de la pierna del joven y la apretó un poco más—Listo, debe ser suficiente.

María tomó asiento. Lo miró sonriente y no pudo evitar decepcionarse un poco: a pesar de lo guapo y arreglado del joven, no dejaba de odiar lo asustado y fatigado que se veía. Siempre era lo mismo, no podía encontrar a alguien que lo disfrutara como ella, alguien que no terminara atado y drogado en la silla de su comedor. Todos debían ser forzados a cooperar, obligados a brindar un poco de sí para el encuentro, ella sólo quería un trozo, nada más, pero nadie se complementaba a sus gustos, no encontraba a un joven atractivo dispuesto a entregarse como ella lo necesitaba, sólo un trozo.

—¿Seguro que no quieres un poco de estofado? Tu sabor es delicioso—dijo María tras probar el platillo que llevaba horas preparando a fuego lento, para que la carne quedará suave, como mantequilla. Aunque caliente, se derretía en el paladar dejando un sinfín de sabores sutiles que combinados resultaban un manjar.


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