Álvaro Sánchez
Sobre piedras dispuestas como altares, lo cuerpos estaban atados y clavados. No había manera de saber cuánto tiempo llevaban ahí, pero el olor fétido se podía sentir a varios kilómetros de distancia. Pese a ello, solo él conocía el camino para llegar a ese templo profano. Poco importaba si el olor nauseabundo se sentía o no.
La escena de los dos cuerpos era la de pedazos de carne abandonados en un viejo rastro. Él se tomó el tiempo para observar lo que hicieron sus propias manos. Las puso frente a sus ojos, y las vio bañadas de muchas tonalidades rojas. Unas manchas estaban secas, otras aún frescas. Acomodó pedazos de carne alrededor de los cuerpos a manera de decoración. Imitaba a los chefs de la televisión.
Dio un último vistazo antes de quitar el candado de una vieja covacha que estaba en un apartado de los altares. Se sentía tan excitado que, al sacar la llave del bolsillo de su camisa, la dejó caer al suelo. Profirió unas maldiciones, se dio un golpe en la sien derecha, se recriminó. La tomó para abrir la puerta muy despacio. Podía ver las narices negras asomarse por el resquicio de la puerta. La abrió por completo para que los últimos rayos de Sol iluminaran el interior de la pequeña choza. Los rostros de los perros que tenía encerrados ahí se iluminaron. Fue como si, de repente, les hubiera devuelto la energía. Ladraban emocionados, intuían que estaban por salir. Él los saludó con reverencia.
Al salir, los perros corrieron por todos lados, enloquecían con el olor de los cuerpos. Olisqueaban todo. No fue hasta que el primero asestó la primera dentellada, en uno de los cadáveres, que el resto de bestias, guiadas por el instinto carroñero al que estaban acostumbradas, lo imitaron. No se hicieron de esperar: destazaron con sus dientes ambos cuerpos. El hombre los mantenía con hambre, justamente para esos propósitos.
Él esperó hasta que consideró el momento oportuno de desnudarse. Empezó, poco a poco, hasta que su cuerpo raquítico, casi verdoso, quedó al descubierto. Se agachó poco a poco, no quería interrumpir el festín de los perros. Quedó en cuatro patas. Se acercó despacio y aulló levemente: buscaba un lugar entre la jauría. Ladró lo más fuerte que pudo. Reclamaba su espacio, quería alimentarse de la carne. Deseaba sentir el sabor de la sangre correr en su paladar. Cuando se disponía a dar la primera mordida, uno de los perros se volteó para mostrarle sus afilados dientes manchados de sangre y con pedazos de carne que colgaban de su mandíbula.
Él retrocedió solo un poco, y esperó para intentarlo de nuevo. El mismo gran perro gris se volteó de nuevo y esta vez quedó frente a él. El hombre creía que aún era el amo, así que decidió ponerse al ataque. Después de todo, él cazó a los ahora cadáveres, los trajo para alimentar a toda su jauría, de la que él se sentía parte. Él aullaba con todo lo que su voz daba. Pero el perro no iba a ceder su lugar fácilmente. Su garganta ya estaba seca de tanto emular ladridos, entonces empezó a toser descontroladamente.
Ese fue el momento en el que la bestia se lanzó sobre él, con tanta rapidez que no pudo hacer nada. El perro le mordió el cuello y el rostro, sacudiéndolo fuertemente. El resto de la manada imitó al líder y todos se lanzaron al ataque. Unos arrancaron de un tajo los genitales mientras otros, las manos o los pies, todo lo que fuera posible descuajar. Luego de un momento los perros estaban saciados, pero aún merodeaban el cuerpo que yacía en el piso. Él aún seguía con vida. Se desangraba en un estado de shock.
El primer perro que atacó se acercó de nuevo. De sus fauces goteaba sangre fresca, parte de él, parte de los cuerpos sacrificados. La cabeza del perro estaba lo suficientemente cerca de la boca del hombre, que enseguida le susurró unas palabras. Al terminar de pronunciarlas, el perro, con toda la violencia que residía en su interior, arrancó lo último que quedaba del rostro del hombre. Dejó solo los ojos, que se movían de un lado a otro como los de un muñeco viejo al que ya no se quiere más.