Andrei Lecona Rodríguez
Con mucho trabajo, a causa de las quemaduras en su mano, Julia mezclaba el arsénico con el chocolate mientras observaba la tarjeta que su hijo Carlos le había dado. Sintiéndose completamente derrotada, pensaba en la larga lista de supuestos especialistas que habían examinado a su hijo a lo largo de los años.
—Carlos está enfermo, doctor. Hay algo terriblemente mal con mi hijo. —había dicho Julia a incontables pediatras, psicólogos y psiquiatras infantiles.
Pero Carlos cada día empeoraba un poco más y nadie había podido ayudarle. Los médicos ni siquiera habían sido capaces de detectar algún padecimiento. Después de conversar un largo rato con el niño, el último psiquiatra incluso sugirió la posibilidad de medicar a su madre tras sospechar que sufría de un incipiente brote psicótico por estrés.
El intenso dolor en la mano obligó a Julia a parar un momento. Podía sentir los latidos de su corazón acelerado en la carne viva bajo las vendas. Quiso parar, olvidarlo todo, confiar en que todo saldría bien al final, en que Carlos saldría de esta lúgubre etapa, pero vio la tarjeta otra vez y sintió escalofríos, así que tomó el arsénico restante, lo echó al chocolate y continuó batiendo.
Como con todos sus otros proyectos, Carlos había hecho un trabajo sobresaliente con el diseño de la tarjeta. Los otros niños apenas poseían suficiente destreza como para escribir una frase con errores ortográficos en un pedazo de cartulina mal cortada con macarrones pegados. En cambio, Carlos utilizó un papel adornado con pétalos de flores secas, lo cortó perfectamente, le dibujó un gatito atigrado y le escribió una frase con una caligrafía impecable. Mientras luchaba para integrar el arsénico en la mezcla del pastel, Julia no podía evitar pensar que, irónicamente, todo había comenzado con Carlos pidiendo un pastel de chocolate. Siempre había sido un niño brillante, sus maestros no se cansaban de decírselo a su madre. Claro, Julia no ponía en duda la inteligencia de su hijo, pero no podía ignorar el lado de Carlos que sólo ella conocía. Lo único más grande que el talento de su hijo, era su desmedida reacción a la frustración cuando no obtenía lo que deseaba, como aquella tarde hacía tres semanas cuando Carlos le pidió un pastel de chocolate.
—Te lo haré mañana, hijo. —dijo Julia —No tengo todos los ingredientes para hacerlo el día de hoy.
—Pero he hecho un gran trabajo en la escuela. —dijo Carlos, con la respiración acelerada y esa mirada intensa que presagiaba uno de sus episodios.
—Carlos, esto no tiene que ver con tus calificaciones.
Pero no pudo terminar de explicarle a su hijo por qué no podía tener un pastel en ese preciso instante, pues ya había salido precipitadamente de la cocina. Por un momento, Julia se atrevió a pensar que el niño se calmaría después de comprender la situación… entonces percibió el olor a humo. Carlos quemó la ropa favorita de su madre y casi incendió la casa entera en el proceso. Julia pudo detener el fuego, pero eso le costó una quemadura terrible en la mano. Cuando en el hospital les preguntaron por el origen del fuego, Carlos le arrebató la palabra a su madre y les explicó a los doctores que estaba experimentado con los “puntos de inflamabilidad” de distintos materiales. Julia no tuvo el valor para decir la verdad, así que los doctores se limitaron a felicitarla por tener un hijo tan listo, pero le hicieron prometer que no permitiría más experimentos en casa.
El dolor punzante en la mano la sacó de sus recuerdos por un momento, entonces se dio cuenta de que el arsénico se había integrado perfectamente en la mezcla del pastel. Desde la cocina, Julia escuchaba el trinar de los pájaros en los árboles del patio, pero no podía verlos por la ventana. Desde ahí sólo podía ver el pequeño túmulo en el jardín, que señalaba el lugar en donde había enterrado al gato. Julia se estremeció al recordar el incidente del gato. Vertió la mezcla del pastel en un molde y lo metió al horno precalentado. Después, tomó la tarjeta de Carlos y se sentó a la mesa. Destapó su acostumbrada botella de vino blanco, se sirvió una copa casi hasta el tope, se la llevó a los labios y continuó pensando en los acontecimientos recientes.
Después del incendio las cosas mejoraron por un tiempo, Carlos en verdad parecía arrepentido de haber provocado las heridas de su madre. Tanto así que Julia decidió hacerle un regalo: un pequeño gatito atigrado. Carlos jamás había tenido una mascota, así que su madre pensó que hacerse cargo de un animal le ayudaría a ser más responsable. El niño se mostró encantado con su regalo, había un brillo en sus ojos que su madre no había visto jamás. Unos cuantos días más tarde, Julia encontró al gato ahogado en la bañera. Cuando halló a su hijo, el niño estaba como fuera de sí, con la ropa empapada y los brazos llenos de arañazos.
—¡Hijo! ¿Qué ha sucedido con el gato? —preguntó horrorizada— ¿Estás bien?
—Sí, mamá. Estoy bien. —se limitó a responder el niño con algo que parecía una sonrisa en el rostro.
Después de cambiarle la ropa y desinfectar sus heridas, Julia sacó al gato de la bañera para enterrarlo en el jardín. A partir de ese momento, Carlos, que nunca había disfrutado de los baños, se quedaba en la bañera hasta que el agua se había enfriado por completo. Una vez, Julia lo sorprendió en mitad de la noche sentado en el piso del baño, observando fascinado la bañera. Ni siquiera se atrevió a hablarle, sólo cerró la puerta del baño rápidamente como si quisiera contener una enorme ola oscura.
La campanilla del horno devolvió a Julia al presente. Solo la botella casi vacía le permitió convencerse de la realidad del tiempo transcurrido. La mujer dio un largo suspiro, se levantó, sacó el pastel del horno y sirvió una gran rebanada en un plato.
—¡Carlos! —llamó Julia. —El pastel está listo.
Carlos llegó corriendo con una hermosa sonrisa en el rostro, abrazó a su madre y le dio un beso. El niño se sentó a la mesa frente a la rebanada de pastel y notó que la tarjeta que le había dado a su madre estaba sobre la mesa. Julia se sentó en el extremo opuesto del comedor. Miraba fijamente a su hijo. Carlos tomó la tarjeta, pasó los dedos sobre el dibujo del gatito y leyó la frase que escribió para su madre en el papel:
—“Nadie ama como una madre, porque sólo ella perdona cuando nadie más entiende.”
Julia sintió náuseas.
—¿Y tú me has perdonado, mamá?
—Sí, Carlos— dijo ella. —Anda, cómete tu pastel.
El niño tomó un tenedor, pero no acercó el cubierto al postre. Sólo se quedó viendo fijamente a su madre a los ojos. Visiblemente ansiosa, Julia esperaba a que su hijo probara el pastel. Después de unos tortuosos instantes, Carlos volvió a poner el tenedor en la mesa y dijo:
—Yo sé que estás mintiendo, mamá. Yo siempre he podido saber cuándo alguien me dice una mentira. —dijo Carlos con la misma mirada aterradora que vio aquella noche en el baño.
Julia comenzó a temblar.
—Pero ¿qué dices, mi amor? Yo nunca te mentiré. Cómete tu pastel.
La mujer trató de dominarse, pero el temblor era incontrolable. En ese momento se dio cuenta de que no temblaba de miedo. Con la calma de quien se sabe condenado, Julia confirmó su presentimiento al tomar la botella casi vacía y comprobar que en el fondo había un residuo de color blanco.