Luis Adolfo Apolín Montes
¡Cada vez es más pesado cargar un cuerpo hasta aquí!, pensó mientras cubría con algunas rocas lo que quedaba de su última víctima. Nadie viene por estas tierras, ni los pastores con sus ovejas que prefieren los pastos más jugosos, ¡nomás puro arbusto dañino crece aquí! ¡ni los zorros se asoman!, por eso, cada vez que traigo un “bulto”, siempre estoy seguro de que se mantendrá más o menos intacto, devorado, eso sí, apenitas por algunos insectos que no faltan. Esos bichos son como yo, nada les importa, ni el frío ni el sol hiriente.
Un rugido lejano e impreciso lo sacó de sus cavilaciones.
Esos aviones, ¡claro que sé que es un avión!, la profesora nos hablaba de ellos cuando era chiquito y nos decía que eran máquinas que volaban, yo jamás tuve interés por saber más de esas cosas, ¿para qué?, condenado como estaba a vivir entre montañas y este viento recontra helado, no tenía sentido que me esforzara en aprender esas cosas sin importancia, ¿esa gente de allá arriba verá lo que arrastro?, no lo creo. Muy arriba han de estar como para verme. Ni los pocos pájaros que aquí vuelan saben lo que hago.
Soy como las rocas y estos arbustos espinosos, mis hermanos, uno solo somos. No necesito nada más. Papá nos abandonó cuando yo era aún muy pequeño como para recordarlo, mamá apenas me veía porque desde chiquito me dejaba solo con algunas papas sancochadas y en compañía de los perros a quienes dejaba de hambre quizá para que en su locura acabaran conmigo. Volvía siempre después de siete días y al igual que los insectos, los arbustos y los perros, yo vivía. Sobrevivía, en realidad, con mis papas sancochadas y el hambre imparable que nunca calmaba. Mamá decía que no me moría porque era fuerte, fuerte crecerás, hasta que un día no regresó. La quise buscar, pero me dio miedo, así que me quedé masticando papa agusanada, cazando patos de la laguna, pescando lo que podía, ¡hasta perro aprendí a comer!
Un grito lejano quiebra el silencio del lugar.
Un día pasó por aquí un hombre. Viejo todo él, me pidió que le diera posada, pero yo me quedé callado, de tanto andar sin compañía ya ni recordaba que a la gente hay que hablarle, los pocos del pueblo que a veces de lejos pasaban me veían como una bestia, como un animal. Por eso me pareció raro lo que ese hombre me pidió, no pude decir nada porque hasta las palabras se me habían olvidado. El hombre se sentó fuera mi choza en silencio, así estuvimos largo rato hasta que me dijo:
—¿Sabes qué le pasó a tu papá? –solo agaché la cabeza— ¡soy yo, pues! si me fui, fue porque tu mamá me engaño con ese borrachito del Lucas, ¿lo recuerdas?, no, no creo muy chiquito eras, por eso me fui, pero regresé para verte ¿y tu mamá?
Silencio.
—¡Chuncho te has vuelto, oe!, como animalito te han criado en esta puna, ¡pobre mi hijo! –así habló, aunque yo no sabía quién era ese señor que se acercaba estirando sus brazos hacia mí, seguro que quería hacerme daño, pensé, pero no pudo porque de un golpe, ¡zas!, le partí la cabeza con una raja de leña. Cayó al piso temblando, muchos otros también temblaron, aunque hubo algunos que no y solo se quedaron duros con las manos y los ojos torcidos, otros aguantaban bien, ¡hasta hubo una mujer que casi me da vuelta! pero a las justas logré dominarla.
Lo dejé donde cayó y esa noche dormí tranquilo ¡nada me perturbó!, es más, ni sentí eso que dicen culpa, por lo que, al día siguiente, llevé el cuerpo a la quebrada, donde nunca he visto a nadie asomarse siquiera y lo enterré cubriéndolo de piedra, ahí descansa ese cuerpo junto al de muchos otros que se aventuraron por estas soledades.
Toda la gente que llega conmigo no parece normal. Todas huelen a maldad o a estupidez, muchos huelen a licor, a algunos se les nota rapidito lo ocioso, otros son bien violentos, algunos me hablan de cosas que no entiendo sobre un mundo mejor, como ese último tipo de ropas oscuras que me hablaba de un dios, esas cosas existen, cosas buenas, decía él, que lo perdona todo. Lo acabé con el mismo palo con el que cazo a los perros salvajes de la puna porque no le entendía y no entender algo es un peligro.
Siempre llega gente así, como si su presencia incomodara a alguien y yo fuera el encargado de que nunca más se vayan, nunca.
Otro ruido lo perturba, esta vez son pasos.
Hay gente que se acerca, mucha gente, ¿qué querrán? No hay nada en estas soledades salvo yo y mis muertos que a nadie parece importar. Son esas mismas personas que me miran de lejos, que me miran como una bestia que se alimenta de frío y tristezas. Se acercan, algunos corren, son muchos, no sé qué hacer, jamás vi tanta gente junta, gritan algo, pero no es mi nombre porque ni yo mismo sé cómo me llamo, ¡ya están sobre mí!, alguien me dice “asesino” no entiendo nada, la oscuridad invade mis ojos, con un golpe caigo temblando, silencio, al fin.
—¿Lo acabaron? — preguntó la dirigente del caserío.
—Sí, seco quedó de un golpe —respondió un hombre a su lado.
—¿Y los cuerpos?
—No los encontramos, pero sí hay muchas cosas de esos despreciables que enviamos a propósito por este lugar.
—Está bien, ya vámonos, quemen todo, que no quede huella, era necesario acabar con este tipo ya estaba algo fuera de control, cuando acabó con ese cura creo que se pasó de la raya, la gente ya no aguantó tener a un “limpiador” que no fuera confiable.
—¡Pobre cura!, solo quería llegar al templo y tuvo la mala suerte de visitar a este loco.
La mujer vio cómo prendían fuego a aquella choza inmunda con el cuerpo dentro.
—Y ahora –dijo el hombre– ¿quién nos ayudará con esos indeseables que siempre vienen a fregar al caserío?
—No te preocupes —respondió la mujer— estas soledades siempre enloquecen a la gente, ya encontraremos a alguien que nos ayude con el trabajo sucio.