Escoria Medina
Lo mantuve oculto durante años. El paso del tiempo le ha quitado el brillo, el deseo. A veces, en las noches de insomnio lo escucho vibrar, llamándome. Ese sonido inaudible para otros pero que mis oídos identifican de inmediato. Su canto me duerme y en sueños volvemos a ser uno, otorgándome el terrible conocimiento. En su brillo vi más allá de las estrellas y las constelaciones, y ahí, entre espacios que el hombre nunca podrá nombrar, existe él, dormido, aguardando el momento de destruirlo todo.
Los objetos que llegué a poseer fueron aquellos que la gente adoró con fervor. Estaban cargados de la fe y el dolor de sus creyentes. Mi primer objeto fue la estatuilla de yeso de San Charbel, el santito de mi madre, el que también fue de mi abuela. Al que nunca le faltó una veladora o violetas frescas para adornar el altarcito al que mi madre acudía siempre que algo la superaba. El santito al que le rezó un chingo y nunca respondió una sola de sus plegarias. Jamás olvidaré su rostro de fe perdida cuando vio los supuestos restos de su santo regados por el suelo. Lo quebré en pedacitos, para que la vieja no pudiera volver a pegarlos. Lloró desconsolada y un cuadro del santo remplazó la estatuilla días después, pero no el amor. Nunca recuperó el ímpetu con el que le adoraba. Así comenzó mi colección, con el santo de mi madre, oculto, donde sólo yo podía apreciarle y donde nadie más pudo adorarle de nuevo.
Viajé por lugares recónditos buscando historias locales que me llevaran a la posesión de mi siguiente objeto de devoción. El goce de ver devotos en la desesperación por ver la fuente de su fe arruinada, fue el único placer que necesité durante años. Entre mi colección había sin fin de estatuillas del sur de América, algunas talladas en huesos humanos, que se usaban como protección. Otras, que fueron adoradas por comunidades en la Amazonia, cuyo poder era destructivo y el adorarle era su manera de mantener a raya la ira de criaturas sedientas de vida. Además, imágenes de santos, llamados así por la gente, por algún milagrito adjudicado y ahora venerado por narcos. Muchos habrían matado por recuperar la fuente de su fe.
Lo encontré en un altar adorado por una pequeña comunidad maya al sur de México. Los locales de la comunidad aún poseían los nombres originales de sus ancestros y, aunque la religión que llegó del viejo continente también los convirtió en cristianos, nunca dejaron de adorar a sus dioses que convivieron entre las pinturas y muros de la única capilla existente en la comunidad. Vivieron a la par de la civilización moderna desinteresados de compartir sus costumbres. Durante mi estancia, aprendí de su cultura, de sus prácticas, pues sin esa información poco valor tiene poseer lo que adoran.
“Hun-racan es un Dios creador de vida, ancestral, que regresó a las estrellas. Nosotros adoramos el corazón de “Hun-racan”, que lo dejó a nuestros ancestros y ellos a nosotros. Está vivo, late, así sabemos cuándo debemos cantar para Él…”. Eso fue lo que me dijo el anciano la primera vez que me habló sobre su Dios. Cantaban para Él y así apaciguaban su ira. Según las creencias de la comunidad, la temporada de lluvia era consecuencia de Hun-racan y su poder era más que visible para ellos, pues veían cómo la furia de los huracanes arrasaba con todo y por eso cantaban para él, para mantenerlo dormido.
La noche que vi por primera vez el corazón fue la noche que Wilma tocó tierra. El pueblo se adentró en la selva: alejado de los turistas, rodeado por profundos manglares se encontraba el viejo ceremonial. La lluvia no los detenía y en procesión entonaban con la tormenta. Los protectores del corazón cantaban para Él con la misma devoción con la que mi madre rezaba. Esa noche, estoy seguro que escuché al mar rugir, incluso cuando la playa se encontraba a varios kilómetros de nosotros. Las palmeras se mecían con violencia, las nubes ocultaron por completo los astros en el cielo. La noche y la lluvia nos rodeó amenazante, la violencia del viento impedía ver con claridad, pero eso no impidió que los hombres y mujeres danzaran y cantaran alrededor del hombre más anciano del pueblo. El viejo sostenía la piedra con ambas manos y la proyectó a la oscuridad del cielo. Entonces vi una luz naciendo desde el centro del corazón, como un fuego a punto de extinguirse. La pequeña luz cedió a las tinieblas y la roca perdió el brillo. El anciano dejó escapar un alarido de dolor y todos callaron. El baile y los cantos cesaron. Los rostros en general se habían rendido al abandono. El anciano mantenía la roca hacia el cielo y yo disfrutaba de la desesperación ante el caos de la tormenta. Una imagen exquisita que atesoré por años en mi memoria. Esa noche, el pueblo entero quedó de rodillas ante la piedra opaca mientras yo veía extasiado de placer.
Busqué refugió ante el huracán inminente y los dejé ahogarse en los restos de su fe. Días después regresé al ceremonial. De las piedras de adoración ya nada quedaba, era una zona de desastre. Apestaba a humedad y a muerte. Los cocodrilos de la zona habían celebrado un festín con los cuerpos hinchados de agua. Pensé que la piedra se había perdido para siempre, pero entre uno de los manglares estaba el cuerpo del anciano, flotando, mórbido, con la piel ennegreciéndose, cayéndose a pedazos. Sus ojos cubiertos de sangre estancada nunca dejaron de mirar la noche y murió abrazado de sus creencias. Entre sus dedos en descomposición aprisionaba el corazón. Lo tomé, destazando los miembros ya flojos de la carne y el hueso. Entre mis manos sentí el peso. Me perdí en los colores azules de la obsidiana: claros en los bordes y al centro oscuridad. Un vacío total incapaz de reflectar, ¿cómo había podido nacer una luz de aquella piedra? Perplejo por el raro objeto me quedé mirando la oscuridad del corazón. Un ligero palpitar entre mis manos me regresó de golpe, casi provocando que soltara la piedra. Lo resguardé y salí de esas tierras dejando atrás el pueblo arrasado por el amor de su Dios. Después de eso, el corazón permaneció en oscuridad, mudo e inmóvil siendo un objeto más de mi colección que me recordaba el goce de aquella noche.
La primera vez que escuché al corazón latir fue el día que mi madre murió. Recuerdo la llamada de la casa de descanso y la voz del otro lado de la bocina: “Le doy mis más sinceras condolencias. Lamento mucho su pérdida. Era una persona muy querida por todos aquí y la recordaremos con cariño… “. La voz de la mujer al teléfono, se hizo monótona y sin sentido. Escuchaba en silencio mientras las náuseas me invadían. “Los gastos funerarios se cargarán a la misma tarjeta donde…”. La vieja por fin había muerto. Recuerdo cómo el corazón me latía de adrenalina, así como mi cabeza palpitaba llena de sangre. “Nos haremos cargo de todo…” y de pronto el zumbido. “¿Contaremos con su presencia el día…?”, cada vez más fuerte, más ensordecedor. “¿Señor, sigue en la línea?”. Colgué y miré el corazón. El zumbido venía de la piedra. El sonido tomó forma, era repetitivo, con pausas de pronto, como un palpitar débil y moribundo. Conforme me acerqué, el ruido aceleraba al ritmo de mi corazón. Al intentar sacarlo del exhibidor, mi tacto notó que la rigidez de la piedra ahora era blanda, carnosa. En mis manos tenía un corazón de venas negras y carne violeta, azulada. “Canta para mí”, escuché desde las esquinas del cuarto, del corazón, de mi mente: estaba en todos lados. “Canta para mí”. Arrojé el corazón al piso y salí del cuarto, cerrando con llave. Esa noche permanecí en vela, esperando el amanecer para darme el valor de regresar a la habitación. En la mañana, ya en calma, la cordura había regresado asegurándome que mi mente me había jugado una broma. La muerte de la vieja lo había detonado, no tenía duda de eso. Pensé en romper el santo de mi madre, deshacerme de una buena vez de todo lo que me ataba a su estúpido recuerdo. Entré y me percaté de una oscuridad densa que no dejaba entrar los ligeros rayos de sol. Fue entonces cuando se dejó ver por primera vez. En uno de los rincones estaba Él en forma etérea, desde el suelo al techo. Sus ojos amarillos me esperaban. Quise salir corriendo, pero en un acto enclenque de valor, prendí la luz y la figura se desvaneció con la oscuridad. Miré el corazón en el suelo, de nuevo como la piedra opaca en la que se había convertido desde el día que la arrebaté de aquellas tierras.
Las noches que siguieron fueron iguales. Las tormentas incrementaban la presencia de aquel ser. “Canta para mí” era su sentencia. Las pocas veces que logré conciliar el sueño me mostró tormentas arrasando comunidades, terremotos derrumbando edificios e incendios calcinando bosques enteros. Sueños que se fueron haciendo realidad. Nunca tuve miedo de la oscuridad o el fuerte tronar de los rayos que retumbaban con su impacto, pero su fuerza estaba en la lluvia, en cada inundación. Opté por no volver al mar ni vivir cerca de presas, pero todo lo cubría de agua, con violencia, esperando mi ciega devoción en él. Claro que intenté deshacerme del corazón, pero el sólo pensarlo, la tierra se estremecía con furia o las peores tormentas dejaban devastados todos los lugares donde me refugié de Él.
No podía seguir huyendo, así que regresé vencido al lugar donde resguardé mis objetos más preciados, ahora sin valor alguno. La noche que regresé vi al anciano ahogado en el huracán. De la oscuridad se arrastró hacia mí y con la carne en llagas frescas, cayéndose a pedazos de su cuerpo, se levantó. Traía la preciada piedra entre sus esqueléticos dedos. Al detenerse frente a mí, vi sus ojos hinchados de sangre mirándome. Un gruñido salió de su garganta que escupió agua estancada. El corazón reaccionó al bufido del anciano retomando ese color azul que tenía. Sonrió mostrando los dientes de donde caían gusanos. “Ahora es tuyo y debes cantar para él”. El anciano me extendió sus brazos para que tomara el corazón. “Debes rezar para él”. Retrocedí hasta que la pared me lo impidió. Estiré mis brazos intentando apartarlo. Cerré los ojos ante el tacto inminente. Sentí sus manos tomando las mías. “Tómalo, es tuyo” y la voz, distinta a la del cadáver, me hizo levantar la mirada y abrir los ojos. Aquel ser ahora era mi madre, igual, desgastada, podrida, con su santo en las manos. “Debes rezar para él”. Aparté las manos esqueléticas de mi madre dejando caer el santo de sus manos. De nuevo vi como el santo chocó con el suelo haciéndose pedazos. Mi madre se hincaba sobre las piezas y lloró en un alarido ensordecido. Fue entonces cuando lo vi de nuevo, imponente: “canta para mí” decía la enorme bestia de una sola pierna que se alzaba hasta las nubes. Sus garras se veían entre los relámpagos que lo iluminaban.
Aquella pesadilla se repitió cada noche con la misma petición, la cual me negué a aceptar. Nunca pude cantar para Él. Días después, la ciudad de México era devastada por un terremoto coincidiendo con la fecha de un terremoto similar treinta y dos años atrás. Me negué a creer, a cantar para él y noche tras noche me mostró inclemencias que se hacían realidad. Nunca tuve el valor de cantar, por eso sigue atormentándome en sueños. La oscuridad ha borrado el hermoso azul celeste del corazón. Su canto me duerme y vuelve a llevarme al huracán, a la próxima tormenta. Veo su impaciencia, la violencia que guarda, pero no puedo detenerlo. Está vivo, late y sueño con Él. Soy preso de su poder, devoto de sus terribles verdades. Mi madre fue fiel por amor, yo por miedo. Me mantengo aislado, encerrado entre las deidades que quedan y guardan silencio hambrientas de fieles, esperando recuperar el fervor con el que les adoraron.