Como una gata salvaje

Andrei Lecona Rodríguez

La oscuridad comenzaba a caer sobre la selva, pero el calor seguía siendo tan sofocante como a mediodía. A través de la densa vegetación, un grupo de hombres avanzaba con gran esfuerzo. Iban formados en línea, tal como les había enseñado un comandante gringo cuando apenas eran reclutas en la escuelita del terror, nombre no oficial del campo de entrenamiento del cártel. Sabían que estaban ya muy cerca de su objetivo, así que se detuvieron para descansar un rato. Hasta ese momento, habían mantenido un silencio estricto para evitar fatigas innecesarias. Pero ahora tenían la oportunidad perfecta para aclarar algunas dudas sobre el trabajo que los ocupaba.

—Oiga, profe.

—¿Qué quieres, Charlie?— respondió el profe, anticipando el aluvión de preguntas.

—Ya díganos por qué hay que eliminar a la vieja esa, ¿no?

Hubo una aprobación general a la insolente pregunta del joven.

—Y también díganos quién se la quiere quebrar, pos ¿qué hizo o a quién se la debe?— dijo Pancho, recargado en un árbol al borde del desmayo por el esfuerzo de abrir senda en la selva durante hora y media con su machete.

Charlie no pudo evitar la oportunidad de molestar a su compañero.

—Es más cansado tirar malezas que cortar cabezas, ¿qué no, güey?— dijo el Charlie riéndose. La habilidad de Pancho con el machete era legendaria dentro y fuera del cártel. Tanto así que los contras capturados siempre se orinaban al enterarse que habían caído en manos de los chicos del profe.

—¡Cállate, chamaco cabrón!— respondió el Pancho clavando su machete en la tierra—. Que en una de esas te ando descabezando a ti.

—Ya cállense los dos, chingao— dijo el Aleluyo—. A lo mejor a ustedes les vale madres virigüar quién nos contrató, pero yo sí quiero saber, porque esto está muy raro. La mera verdad. ¿Quién paga tanto por quebrarse a una vieja?

—A ti sí te rueda la piedra, mi Aleluyo— dijo Charlie—. Aquí hay gato encerrado.
Todos fijaron su mirada nuevamente en el duro rostro de el Profe. Tras un momento de silencio expectante, el líder del grupo habló.

—A ver, cabrones. Aquí todos somos profesionales, así que no se me alebresten. Les cuento. Pero les advierto que ya no se no se pueden echar pa’tras.

Eso casi nunca sucedía. Los demás supieron en ese momento que el profe los había metido en algo más serio de lo que pensaban.

—Pues resulta que a esta vieja la han tratado de sacar de la selva durante años, pero, hasta el momento, nadie ha podido con ella.

Hubo un murmullo de desconcierto general.

—Leí que, hace muchos años, unos antropólogos, ustedes no pregunten, ni van a entender qué es un antropólogo, el punto es que vinieron a intentar comprarle una colección de objetos muy viejos, de antes de la conquista. Dicen que los tiene ocultos en una cueva que nomás ella sabe dónde está. Códices y figuras de sus dioses de antes. De esos dioses a los que les hacían sacrificios humanos.

El Aleluyo se santiguó tres veces al escuchar la mención de los sacrificios humanos. El Pancho no se aguantó las ganas.

—Quién te viera tan matón y tan persignado, pinshi Aleluyo. No estabas tan espantado en nuestro bautizo, cuando nos hicieron comer la carne del recluta que la cagó al armar su fusil.

El Aleluyo ya se esperaba el comentario. Ni siquiera se volteó para contestar.

—Yo ya pedí perdón por eso, Panchito. Y acuérdate que ustedes también le entraron.

—Te juro que no necesitas recordármelo, güey. ¿Y por todo lo demás? ¿Ya pediste perdón por eso también?

—¡Ah, que la chingada! ¡Dejen hablar al profe!—. dijo el Apache, el rastreador del grupo.
Visiblemente molesto por la interrupción, el profe continuó su relato.

—Pues la vieja no quiso vender nada. Y tampoco quería dejar que nadie viera sus reliquias. Pero uno de los antropólogos la estuvo chinga y jode hasta que la convenció de llevarlo a la cueva. Solo lo dejó pasar a él. Nadie sabe lo que vió allí abajo, pero el tipo salió bien leco. Se metió un plomazo poco después.

Súbitamente, se hizo el silencio entre los sicarios.

—Unos años después— continuó el profe —, el gobierno quiso adueñarse de sus terrenos pa’ construir un tren que iba a atravesar la selva. Otra vez los mandó al carajo. Pero en esa ocasión el alcalde municipal mandó unos matones de segunda pa’ que le pusieran un susto.

El Pancho sacó de su pantalón una cajetilla de cigarros, encendió uno y le dio otro al Aleluyo. Era de lo poco que estaba permitido consumir durante un trabajo. Matar, descuartizar y desaparecer a alguien son tareas que requieren de una cabeza fría.

—A esos güeyes se les fue la mano, en lugar de ponerle un susto a la vieja, levantaron a su hija. Intentaron violarla, pero se defendió como gata salvaje. Dicen que le arrancó la oreja a un güey de una mordida. Al final, no pudieron con ella y mejor la mataron.
La oscuridad de la selva se hacía más profunda con cada minuto transcurrido y cubría lentamente a los cinco hombres como una mortaja negra.

—No eran profesionales esos tipos —siguió el profe—, ni siquiera se molestaron en ocultar el cuerpo. El caso fue un desmadre en los medios. Tanto, que las autoridades tuvieron que atender a la madre.

Creyeron que iban a tener que ofrecerle una compensación millonaria o que, pior tantito, la vieja se convertiría en otra figura incómoda pa’l gobernador. Otra loca más, gritando consignas en las calles, molestando a los turistas gringos que vienen a comprar niñas a México. Pero no fue así. Lo único que la vieja pidió fueron los papeles de sus tierras, pa’que ya nadie se las pudiera quitar. El gobernador le entregó los papeles en un acto público y le prometió que jamás volvería a ser molestada.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí?— preguntó el Apache, mientras escrutaba la oscuridad con desconfianza.

—Hace unos meses, una refresquera gringa mandó a su gente a buscar agua en la zona. Resulta que el depósito de agua más grande del estado está justo debajo de sus tierras. Nos enviaron porque…

El Charlie interrumpió.

—Porque el gobierno no puede ni armar bien un asesinato. Y, aunque pudieran, ya no pueden tocar a la vieja sin echarse a medio mundo encima. Por eso llamaron a los profesionales.

—Pa’que te instruyas, escuincle —dijo el Profe—. Eso se llama economía neoliberal. Nosotros, aunque no le guste a la gente, también somos empresarios. Y lo que el gobierno no puede hacer, mejor que lo hagan las empresas.

—Sí, güey, mejor que dejen trabajar a “Pepe y Toño” —respondió el Charlie.

—¡Mejor a Joaquín y Rubén!— remató el Pancho.

No pudieron contener una carcajada, pero el Apache los hizo callar al instante.

—¡Silencio! Oigo algo allá adelante.

Todos se callaron. El Apache tomó la posición delantera y los demás lo siguieron sigilosamente. Al principio, no pudieron oír nada bajo el ensordecedor canto de las cigarras. Pero, poco después, lo escucharon con claridad: una voz de mujer recitando palabras en un lenguaje desconocido para ellos. Avanzaron hasta llegar a un claro limitado por una pared vertical de piedra en la que se abría una enorme grieta a manera de entrada.

—¡Es la cueva! —dijo el profe. — ¡Nos sacamos la lotería, cabrones! Nos vamos a llevar hasta las reliquias.

—¿Para qué jodidos queremos esas cosas?— preguntó Pancho.

—¿Cómo que pa’qué, bruto? A los patrones les encanta adornar sus mansiones con esas madres. Valen una millonada en el mercado negro.

Frente a la entrada, había una anciana mujer arrodillada en el piso. Sus contornos eran apenas perceptibles a la luz de una antorcha clavada en la tierra negra. Estaba inclinada sobre un códice de apariencia antiquísima. La anciana tenía la mano extendida sobre el papel amate. Pesadas gotas de sangre caían sobre glifos rojos de aspecto temible. En un abrir y cerrar de ojos, los sicarios rodearon a la mujer por todos los flancos. El Aleluyo observaba la escena con los ojos desencajados, mientras el Pancho se preparaba para asestar el primer golpe de su infame machete. La muerte estaba en el aire, pero los sicarios pararon en seco al escuchar hablar a la anciana.

—¿Como gata salvaje?

—¿Qué? —preguntó atónito el Profe.

Por primera vez, la mujer levantó la cara para observar a sus pretendidos verdugos. Los sicarios pudieron ver un rostro arrugado cubierto de extraños símbolos pintados con ceniza. Los miraba a todos con unos pequeños ojos negros en los que brillaba un odio terrible.

—Dijiste que mi hija se defendió de esos hombres como gata salvaje —. Respondió la anciana.

—¿Cómo lo supiste?— respondió desafiante el Profe.

—¡Es una pinche bruja!— gritó el Aleluyo, pálido de terror.

De pronto, la selva se estremeció con un rugido que provenía del interior de la tierra. Una sombra negra salió arrastrándose de la grieta en la pared rocosa y, rápidamente, engulló a la anciana. El Pancho se lanzó al ataque con su machete. Hubo un golpe, un grito y luego un sonido espantoso de alguien que se ahogaba. Antes de que los demás pudieran reaccionar, vieron a la anciana encima del sicario que, inútilmente, trataba de evitar que la vida se le escapara por la garganta destrozada. Los otros apuntaron con sus armas a la mujer. En ese momento, se dieron cuenta de que sus ojos ya no eran ni pequeños ni negros, sino grandes y amarillos.

—Como gata salvaje—. Repitió una voz que no podía provenir de un ser humano. Era una voz resonante, terrible, grave. Una voz que les llegaba desde tiempos remotos en los que la gente adoraba a dioses de piedra que exigían sangre todos los días. Después, hubo una ráfaga de disparos seguida de gritos. Gritos de hombres crueles a los que les rajaban las carnes con garras de obsidiana. Alaridos de asesinos que intentaban huir con las entrañas colgando. Aullidos de violadores que se orinaban del miedo. Y tras de sí, un olor metálico que saturó el caluroso aire de la selva. Los encontraron unos días después. Algunos pedazos, al menos. El examen médico de los restos humanos concluyó que habían sido depredados por un enorme felino.

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