Daniel Chino Damián
“Entonces el Señor formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente.”
Génesis 2:7
El olor a disolventes, acrílicos y óleos se mezclaba con el aire de nostalgia y tristeza que había esa tarde en el estudio. Miranda pintaba mientras recordaba todas aquellas cosas que abandonó por alcanzar la maestría con el pincel: comidas familiares, amistades embriagantes y amores no correspondidos (por ella). Tomó el bastidor para moverlo a un costado de la ventana pues el sol se había movido y necesitaba más luz para continuar con el cuadro. Tomó la paleta con los colores preparados. Amarillo ocre, café, amarillo de indias, caoba, negro, blanco, rojo; su delantal estaba manchado de tantos colores que era imposible adivinar el color original de la tela, su cabello rizado siempre recogido en una coleta improvisada, sus manos delicadas pero de pulso firme y sus ojos verdes, observadores y escudriñadores de la realidad, indicaban estar listos para retomar el trazo. La pintura: un león imponente sobre un piso de arena blanca y bajo un cielo azul pastel. Una imagen onírica y surrealista que Miranda pintaba mientras pensaba en la posibilidad de que quizás exista aún alguien allá afuera a quién corresponder.
En una mesa al fondo del bar, con una botella de tinto en el centro y varias copas alrededor, se escuchan las carcajadas de varias personas, hombres y mujeres, todos amigos de Demetrio, el infatigable ocurrente que siempre tiene algo ingenioso qué decir. Su sonrisa blanca y sus ojos marrón encantan a todo el que lo conoce, su porte casi de soldado acompañado de sus expresivas manos hacen un contraste que se envidia en el mundo de las personas con carisma, en el cual, Demetrio reina sin discusión alguna. Su trabajo como cartero le da la oportunidad de recibir buenas propinas gracias a su don de palabra. Por las mañanas reparte paquetes, cartas y recibos a desconocidos que vuelve sus íntimos en cuestión de segundos, por las noches cena y disfruta de beber con sus amigos y aunque nunca falta la compañía femenina en el cuarto de Demetrio, jamás se ha enamorado de nadie porque “uno no se enamora de sus amigas.”
Después de una llamada telefónica de casi una hora y media que se alternaba entre tonos de música clásica y la voz de la trabajadora del servicio de mensajería, Miranda logró hacer que encontraran el pedido del pigmento que se le había terminado y que había pedido un par de semanas antes. El amarillo cadmio era indispensable para terminar el cuadro del león y no podía seguir sin él. Cuando colgó el teléfono, con el folio del pedido en la mano, se acercó en silencio a la composición. La observó detenidamente y suspiró. Era lo mejor que había podido lograr en años y estaba ansiosa por seguir pintando. Pintar para olvidar su tristeza, su soledad. Pintar para sentir que había valido la pena abandonar todo aquello que apartó. Cero, nueve, dos, efe, tres, ele, siete, siete; es el número de folio de la entrega, una y otra vez lo repetía en voz baja para aprenderlo de memoria. —Demetrio ¿para qué te lo aprendes de memoria si de todas maneras lo llevas ahí anotado?— decía, Norma, su compañera de trabajo y una de tantas telefonistas que se encargaban de las entregas especiales del servicio de correos. —Difícilmente— respondía Demetrio sonriendo —me toca hacer una entrega tan rara. Esto viene de una empresa en India, seguro que la persona que me lo recibe es muy importante o de menos interesante. Quiero sorprenderle diciendo el folio de memoria y no leyendo. Además hay que mostrar un poco de interés, esta persona lleva días esperando su pedido ¡Que vea que ponemos atención en esto, caray!—.
La caminata fue larga pero placentera, el día estaba soleado y las calles que recorría estaban especialmente vacías. Al principio parecía caminar sin rumbo fijo, pero conforme se acercaba a la dirección deseada su andar se iba llenando de seguridad. Cuando por fin llegó al café donde tenía años que no pedía un expreso, Miranda se sentó y fue atendida de inmediato. En el lugar se encontraban sólo ella y el dueño que con gusto le servía la orden.
La espera del paquete con el amarillo cadmio la volvía loca y sólo una larga caminata la podía aliviar. Una larga caminata bajo el sol y la idea de que el paquete sería entregado íntegro le dibujaban una sonrisa en la boca. Demetrio tocó tres veces a la puerta, después de haber llamado varias veces al timbre que parecía no funcionar porque nadie atendía. Un par de veces más llamó a la puerta sin respuesta y su alegría se tornó en decepción cuando por fin se dio por vencido y volvió con el paquete entre sus manos.
—Le digo, señorita, estuvieron toque y toque. Yo por eso me asomé, no porque sea chismosa ni nada. Pero el joven traía un paquete en la mano y su uniforme ese de cartero.
—Miranda agradeció a su vecina el recado y entró a su casa con un gran enojo consigo misma. — ¡Ahora quién sabe cuánto más van a tardar! Pero hay que ser pendeja para salir cuando una está esperando al correo. — Se sentó en un sofá de una sola plaza que tenía para leer. Intentó despejar su mente con los cuentos de Bolaño pero le resultaba imposible.
Nuevamente se acercó a la pintura, la miró fijamente, en silencio. Veía el brillo de los ojos del león, su melena a medio pintar, su expresión soberana y altiva. Lentamente fue acercando sus labios a los del felino y lo besó por un brevísimo instante, un beso casi imperceptible que fue interrumpido por un sonido que la hizo separarse del cuadro — ¡el cartero!— dijo Miranda para sí misma. Se apresuró a abrir la puerta y no podía creer lo que sus ojos veían. Estaba impactada por esos ojos que la miraban fijamente y su respiración casi se detuvo. La fascinación se había apoderado de ella y sentía cómo su corazón quería salirse por su pecho. En el umbral de su puerta, a la orilla de la calle, un enorme león la miraba fijamente, amenazante. Miranda no pudo gritar por la conmoción, de hecho, no pudo cerrar la puerta y así evitar que la fiera entrara. Sólo pudo correr hacia atrás y buscar refugio en su casa, pero el león estaba decidido y entró corriendo detrás de ella. Cuando por fin pudo alcanzarla, en la puerta de la izquierda de la casa, donde se encontraba su estudio, el león la tumbó bocarriba y Miranda no pudo poner resistencia alguna ni emitir sonidos de ayuda. Las palabras se le ahogaban en la garganta mientras veía fijamente al enorme felino encima de ella. De un zarpazo le arrancó la ropa y la devoró por el vientre, sin tocar las piernas ni su rostro, cuando por fin pudo gritar por ayuda, ya era demasiado tarde.
Los peritos de la policía no podían creer lo que veían: un cuerpo con el vientre abierto, con las entrañas mordisqueadas y los brazos llenos de arañazos, pero ninguna pista de quién o qué habría hecho semejante carnicería. —Le digo, señor policía— decía la vecina entre sollozos —cuando oí el grito vine bien rápido y lo único que la señorita me decía era “fue el león, fue el león”. — Los peritos tomaron la declaración de la vecina que agregó al final de esta: —pues vino un joven cartero, fue el único que estuvo aquí antes de que todo pasara.
Tocó varias veces pero la señorita había salido. Repetía y repetía un número, como un código o un teléfono. No era la primera vez que lo veía por aquí. —Aunque los agentes de la policía estaban convencidos de que Miranda había alucinado con su pintura durante su agonía y de que Demetrio la había asesinado, no encontraron explicación de cómo lo hizo ni pruebas para inculparlo. Del león nadie se enteró jamás.